“El
toque de ánimas en los campanarios de las iglesias, marcaba el final de la
jornada ciudadana. Se encendían algunas lamparillas de aceite frente a las
hornacinas callejeras, donde se veneraba la imagen de algún santo, y aquellos tenues
puntos de luz eran toda la iluminación, urbana -si no había luna- que podía
lucir la ciudad. Barriadas enteras se hallaban sumidas en tinieblas y los
vecinos se aprestaban a cerrar puertas y ventanas, recogiéndose en la seguridad
de sus hogares. Las calles quedaban como feudo de salteadores, de enamorados
huidizos o de bravucones que, al pequeño resplandor de aquellas piadosas
lámparas, acudían a cruzar sus espadas hasta que uno de los dos caía malherido
o se acercaba la ronda de alguaciles a poner en fuga a los duelistas. La
ciudad, arropada por el cerco de sus murallas, con sus puertas atrancadas y
provistas de su correspondiente centinela, se aprestaba al descanso, una noche
más.
Pero
no todo estaba tranquilo en la villa. Desde la Portella hasta el Call o barrio
de los judíos, la gente vivía continuamente atemorizada. Más de una noche,
durante mucho tiempo, alguien, en el interior de las casas, permanecía en
constante vigilia. Pocos eran los que lo habían visto, pero su testimonio bastó
para infundir el pánico al vecindario. Se rumoreaba que algunos niños habían
desaparecido de sus cunas en las casas de planta baja más próximas a la
Portella, cuya puerta se abría sobre el mar, en el que vertían sus aguas las
grandes cloacas de la ciudad. El rumor había ido tomando cuerpo y el hecho se
daba ya como seguro: por allí merodeaba de noche un espantoso dragón que,
salido de sus laberintos subterráneos, hacía presa de sus víctimas al amparo de
las sombras. Algún trasnochador aseguraba haberlo visto y la descripción que
hacía del monstruo era como para helar la sangre a los más valientes. Enorme y
recubierto de escamas, la cola serpenteante, reptando, casi, sobre sus cuatro
patas, el monstruo se deslizaba por las sinuosas calles del barrio, abiertas
las fauces y dispuesto a clavar sus dientes en la primera cosa viva que se
pusiera a su alcance. Aunque fugaz, la visión de los escasos testigos
confirmaba la continuada presencia del dragón en las noches del barrio de la
Portella; y este fundado temor, mantenía en constante sobresalto a sus
moradores.
Aquella
noche, como en todas las que sus obligaciones de gobernador de Alcudia se lo permitían,
llegaba el caballero Bartolomé Coc al pie de la muralla de Ciutat y hacía
resonar la aldaba de la Portella. Intercambiados santo y seña con el centinela,
el caballero picó nuevamente espuelas a su cansado corcel y se perdió, calle
arriba, hasta llegar a las caballerizas de su hospedaje. Embozose en la capa y,
a pié, se encaminó hacia la casa de su prometida. Algo extraño debió notar Coc
aquella noche porque apresuró el paso y se volvió más de una vez, para escrutar
la densa oscuridad en que se movía.
Llegado
al fin junto a la ventana en la que aguardaba su prometida, no fue suficiente,
sin embargo, la presencia de ésta para relajar la tensión que parecía
mantenerle en vilo, ni evitar que dirigiera constantes miradas al fondo de la
calle hasta que, por fin, logró ver con claridad aquellos dos puntos vidriosos
que, como carbunclos encendidos, casi a ras del suelo, no se apartaban de su
figura.
Alejándose
unos pasos de donde permanecía la también inquieta enamorada y buscando la luz
que esparcía el farol de un retablo, comprobó que aquellos ojos que le miraban
con fijeza, eran los del horrendo dragón, motivo de terror, no ya sólo en el
barrio, sino en la ciudad entera. Volvió junto a la ventana, dejó colgada su
capa y, desenvainó la espada, dijo solamente: ¡es Drac! Y avanzó, calle abajo,
ante el asombro de su amada. No rehuyó el encuentro la fiera. Abrió sus fauces
y arremetió con furia contra el caballero. Pero éste, esquivando la embestida,
hundió todo el acero de su arma en el cuerpo del animal que, herido de muerte,
soltó dos tremendos coletazos y quedó yerto sobre las piedras de la calle. El
valiente Coc al verlo muerto, con las fuerzas que le daría el espectacular
resultado de su proeza -concluye la leyenda-, lo arrastró como pudo hasta la
ventana de su enamorada, ofreciéndoselo como trofeo: Vet açí es drac: es Drac
de Na Coca, dijo, feminizando según costumbre su propio apellido y atribuyéndoselo
ya a la que pronto iba a ser su esposa.
El famoso drac no era otro que un no muy grande cocodrilo, cuya presencia en Mallorca no se explica sino como consecuencia de haber sido recogido -pequeño aún- con el lastre de arena de una de las muchas naves que, procedentes de Oriente, comerciaban con la isla. Las naves deslastraban antes de entrar en el puerto y el pequeño saurio pudo muy bien instalarse en el laberinto de cloacas ciudadanas donde se alimentó y creció, hasta verse obligado a salir de ellas, buscando presas de más envergadura.
Durante
mucho tiempo, el cocodrilo permaneció embalsamado en un arcón de madera, en la
casa de los Rosselló-Miralles, descendientes del aguerrido Coc, y era exhibido
públicamente -quien sabe por qué- el día de la Fiesta de la Conquista. Volvió
finalmente al arcón el drac, del que no salió durante muchos años hasta que,
por causas de fuerza mayor, la familia Rosselló lo cedió al Museo Diocesano,
donde se conserva actualmente. Según
uno de los miembros de la citada familia, fueron ciertamente «de fuerza mayor»
los motivos de la cesión del bicho al Museo ya que, un buen día, una oriada
curiosa e ignorante del contenido de aquella larga caja de madera, la abrió y
fue tal su impresión a la vista del monstruo, que cayó fulminada por un ataque
al corazón. De este modo, es Drac de Na Coca se cobraba aún, al cabo de los
siglos, posiblemente su última víctima”.
"Drac" embalsamado. Museo Diocesano de Mallorca. |
Fuentes:
J. Mª Tous y Maroto: Bosquejos de antaño.
Fotografías:
Virginia Leal